Crónicas de la ignominia. XXXII.
SEBASTÍAN DE BELALCÁZAR. II.
Zarpó entonces el señor Moyano y Cabrera, en los dos bergantines que compró, con una pequeña tropa bien pertrechada y las bestias y las vituallas necesarias, para el largo periplo hasta el Imperio Inca, donde esperaba recuperar con rapidez su fortuna, invertida en el empeño. Dejando atrás la estela de atrocidades y desafueros cometidos bajo las ordenes del funesto Pedrarias y su propia fama de cruel, implacable y taimado, esperaba también como todos, alcanzar la gloria y las mercedes reales al servicio de la gesta conquistadora, sometiendo y subyugando cuanto pueblo y nación se les pusiera en frente. Y vaya que algunos lo lograron. Un par de años después, otra vez rico, se dirigía, comisionado por Pizarro, sediento de sangre y más riqueza, al norte a someter los reductos de aquella esplendida civilización hecha añicos.
Estribarían, él y sus colegas asentamientos fortificados; tras arrasar entrando a saco; sobre los rescoldos de cada población que se resistiera a su embate, desde el Cuzco hasta Quito, cuya fundación se atribuían, algunas de ellas convertidas en Villas por merced de La Corona y consagradas a los santos correspondientes, por los curas doctrineros y los inquisidores de la Iglesia Católica, apostólica y romana que les siguieron, que se fortalecían cada día con las ingentes riquezas arrebatadas a los aborígenes, enviando cumplidamente la obligación del quinto del Rey, consolidando de paso, el renacimiento de los imperios en Europa.
Una vez "fundada" San Francisco de Quito, encima de las ruinas de la otrora esplendorosa capital del norte del Imperio del Inca; incendiada por sus habitantes ante la inminente llegada de los demonios de cuatro patas que escupían fuego por sus manos y blandían sus aceros toledanos, cercenando la vida de cuanto ser humano osara hacerles frente, en muchas ocasiones sedientos de sangre, sobre inermes mujeres, niños inocentes y ancianos desvalidos; el futuro Márquez de los Atabillos, antiguo lugarteniente de Ojeda en los primeros intentos de conquista, Don Francisco Pizarro Gonzáles; diría yo, celoso de la fama de su subalterno, aprovecha que este, en lo más álgido de su fiebre de oro, le pidiera licencia para ir tras El Dorado; le comisiona conquistar y someter los míticos territorios que proveyeron, proveían y proveerían por toneladas, los metales preciosos que los encandilaban entonces.
Sebastián, ni corto ni perezoso, conociendo a fondo la naturaleza ruin de sus coterráneos, cruza raudo la linea del ecuador y se dispone a saciar sus pasiones al norte. Sin cambiar un ápice los hábitos adquiridos en un cuarto de siglo de depredación implacable, emprende la campaña que, con rapidez subyuga con igual sevicia y alevosía, a cuanto pueblo y nación encuentra en su ruta. Se le atribuye en la historia oficial; la de sus herederos y los herederos de sus cohortes salvajes, la "fundación" de Santiago de Guayaquil al sur y al norte la de Santiago de Cali, así mismo la de Asunción Popayán, la Jerusalén de América. De lo que nunca se les responsabilizó hasta ahora, fue de la destrucción del legado de las naciones, de las incontables masacres que para conseguirlo, redujeron a cifras irrisorias sus poblaciones. No hay que traer a colación los números de la ignominia para apreciar lo descomunal del atropello.
Para terminar quiero dedicar esta semblanza a los descendientes de aquellos reductos de las grandes naciones amerindias que, hoy con dignidad se atreven a derrumbar estos falaces mitos y las estatuas que los representan, así los descendientes de sus victimarios, apoltronados en sus privilegios espurios, las restauren y vuelvan a erigir como preciados bienes patrimoniales. Volveremos pronto con otro bosquejo de la personalidad de otro sujeto de esta calaña, en terrenos del inefable país consagrado al Sagrado Corazón de Jesús.
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