Crónicas de la ignominia. XXVI.


 PEDRO ARIAS DÁVILA. I.

 Pedrarias.


 Para comenzar esta semblanza quiero hacer una pequeña reflexión. Cualquier mirada a la historia de nuestra civilización, por somera que sea, parece llevarnos al final a una ineluctable conclusión. Al respecto alguien dijo una vez que, el hombre es un lobo para el hombre; con una salvedad a favor del noble depredador animal, diré que yo no lo puedo negar. Tal vez algunos quieran hacerlo, nos toca aceptar que están en su derecho, pero no creo que lo puedan justificar. Dicho esto, a lo que vinimos.

 El caballero castellano que hoy nos ocupa, para más exactitud de Segovia en Extremadura, terminó siendo; tras una exitosa carrera militar que comienza cuando fuera doncel del entonces príncipe de Asturias, el futuro rey Enrique IV; uno de los más famosos coroneles del ejercito de los reyes católicos. Si aceptamos como cierta la fecha de su nacimiento, fue nombrado uno de los "cien continos  hijosdalgos de las guardas de Castilla" a sus cuarenta y cuatro años. Corría el año del señor de mil cuatrocientos ochenta y cuatro y estaba en pleno apogeo la reconquista de la península. Así pues, podemos decir que participó en la mayoría de las campañas, emprendidas dos años atrás por sus soberanos para consolidarla.

 Su familia de humildes judeoconversos, había hecho méritos para merecer el favor de la corona, desde que su abuelo Diego fuera el contador mayor del reino y su padre, Pedro también, llamado El valiente, recibiera el primer señorío de manos de Juan II. Sería en Bugía, célebre ciudad argelina donde llegaría el culmen de su carrera y del prestigio de la prosapia, cuando tras la conquista de la ciudad; propiciada por otra de sus hazañas, una "real provisión" de agosto de mil quinientos doce, acrecienta el escudo familiar.

 Con este bagaje, "El galán"- fue su primer mote en referencia a la ostentación que estilaba al vestirse y su afición a las damas encumbradas-, es nombrado; por recomendación expresa del arzobispo Rodriguez de Fonseca; en reemplazo del elegido por Fernando de Aragón, un año después en la gobernación del Darién, la región occidental del Reino de tierra firme, renombrada por aquel como Castilla del oro. El "Gran justador", que así lo era, a mediados del siguiente, parte de San Lucar con la mira de llegar a Santa Martha, para dar cumplimiento por primera vez a la orden real de leer para los aborígenes, un Requerimiento oficial redactado para justificar la conquista, por las Juntas de Burgos, Valladolid y Madrid. 

 Explicaba en el más fino y ceremonioso Castellano aquel  documento anodino, las razones divinas, por las cuales los soberanos católicos mandaban a sus cohortes, a someter a su autoridad y su fe o aniquilar en caso contrario, a los naturales de los nuevos mundos descubiertos por sus adelantados. Nadie más adecuado para el  ambicioso propósito, que el arrogante e implacable Pedrarias Dávila. Voy a citar textuales unas palabras que le dedica la Real Academia de Historia: "Pedrarias hizo historia mientras marchaba por la vida cortando cabezas, encarcelando a sus enemigos, matando y esclavizando indios, y abusando del poder en su propio beneficio, para acumular una inmensa fortuna."

 Una lluvia de flechas fue la respuesta de los aborígenes, ante la perorata incomprensible de aquel demonio de cuatro patas que, en una mano enarbolaba el acero toledano y en la otra sostenía un arcabuz con la furia del trueno. Habían recibido ya en los territorios de tierra firme, a través de los navegantes caribes, las noticias de su sevicia en las grandes islas. Sabían de la muerte del gran Caonabo en Cibao, engañado y asesinado por el llamado Centauro, Alonso de Ojeda con la mayoría de sus huestes rebeldes y de la valerosa Anacaona que quería vengarlo, ahorcada por orden de Nicolas de Ovando, después de ver a sus caciques quemados en un caney, tras un agasajo de reconciliación. Conocían suficiente de su carácter taimado y traicionero, para volver a confiar como lo habían hecho ante sus falacias y lisonjas, aquellas primeras víctimas del descubrimiento.

 No tuvo otra opción que volver a embarcar y dirigir su armada hacia el Darién. Cuando el Furor Domini; algo así como La Ira de Dios, el sobrenombre que le endilgará Bartolomé de las Casas, con el que se haría tristemente celebre en el nuevo mundo; llegó con más de mil almas cristianas al improvisado puerto y al asentamiento de ranchos de paja donde se habían acomodado Vasco Núñez de Balboa y los quinientos peninsulares enviados para su conquista, el caos que se suponía venia a controlar, se salió de su cauce en cuestión de días. Pedrarias apresura a los funcionarios para proceder con el correspondiente juicio de Residencia, mientras por su cuenta intriga y conspira en su contra, a la mejor usanza cortesana. 

 Antes de un mes, escasean los suministros. Para entonces ya habían desaparecido en la manigua los pocos naturales aliados que, les proveían vituallas locales para ellos desconocidas, y aquellas selvas exuberantes les provocaban tanto temor que no se aventuraban a cazar. Pronto cundió la desesperanza, con ella la anarquía  y como era de esperarse, la respuesta del gobernador recién llegado fue la barbarie. No lo amerita como persona, pero se hace necesaria otra página para continuar con el recuento de sus "hazañas", este sujeto que, para terminar por ahora, diré que se convierte, paradójicamente, en el paradigma de los que venían con él, a adelantar la evangelización de la Indias.

 


 


 

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