Crónicas de la ignominia. XXIV.

 

  ALEJANDRO VI. 

  El papa Borgia.


 Pocas personas influyeron tanto en la consolidación del anhelado proyecto confesional de la dinastía Trastámara, como el cardenal, Rodrigo de Lanzol y de Borja. Cuando se casaron los primos, Isabel y Fernando, el ladino arzobispo de Toledo, don Alfonso Carrillo, presentó una  bula falsa con la dispensa papal indispensable que, aunque en el momento permitió la unión convenida, generaría los consecuentes reclamos de la Santa Sede, que la había negado en un par de ocasiones. Ahí entra en escena el diligente doctor en derecho canónico, obispo de Valencia desde mil cuatrocientos cincuenta y ocho. Para entonces ostentaba también; gracias a los buenos oficios de su tío, el papa Calixto III, la poderosa posición de cardenal diácono de Santa María en Vía Lata, sede del protodiaconado; el cargo de más alto rango en el Colegio cardenalicio. Parece otro galimatías pero, así era. 

 Buscando el contexto de la noción de Estado confesional, me encontré una palabreja que me causa escozor, el cesaropapismo, y resultó estar en ella está la base primordial del asunto. En el año ochocientos de la era cristiana, el papa León III coronó a Carlomagno como emperador del restaurado Imperio Romano de occidente. Este "apoyo mutuo" devino en una especie particular de este fenómeno el cual, otorgaba un origen divino a los reyes y el poder absoluto "sobre la religión y el gobierno a la vez", mediante, eso sí, la bendición papal. En este caso especifico se mantuvo hasta cuando, en el primer Concilio de Lyon, convocado por el pontífice Inocencio IV, para despojar de sus títulos a Federico II; emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Rey de Romanos, de Sicilia, de Borgoña y otros más; lo excomulga  de nuevo propiciando una última guerra, hasta la muerte del monarca absoluto y, el inicio del fin de una era en mil doscientos cincuenta.

 Pues bien, el retorno a un régimen semejante era lo que pretendían en la península ibérica, tras dos centurias de desequilibrio político, aquellos descendientes de la dinastía española, con la anuencia solicita del cardenal valenciano, apoltronado ya en el solio papal. Debilitados en Castilla pero, fortalecidos en Aragón; desde cuando, el Compromiso de Caspe entronizó a don Fernando de Antequera regente de Castilla, como su soberano; todos los implicados vislumbraron la conveniencia de la unión, aplicándose con denuedo renovado apenas se concretó y se consumó, a estructurarlo y fortalecerlo. 

 Ya vimos como, cada uno a su manera, los reales consortes aportaron lo suyo y le legarían al final a su nieto, Carlos I de España, V de Alemania, medio mundo y, una vez más el poder absoluto sobre todas la almas católicas, con la correspondiente bendición de sus aliados pontificios. Las dos espadas volvían a estar al frente de la lucha por establecer definitivamente la doctrina y el dogma que, consideraban la esencia de la estabilidad en Europa.

 Apoyados por los capitales de los potentados de las talasocracias mediterráneas y el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en pleno ejercicio, tras la conversión o la expulsión de los últimos infieles y judíos, al comenzar el siglo XVI, habían trazado los esbozos de aquel nuevo Imperio en una década, mientras don Rodrigo Borgia y sus cuatro hijos, consolidaban su poderío en la península Itálica, a sangre y fuego. Vamos ahora a darle una mirada a este proceso.

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