Crónicas de la ignominia. XXII.
JUANA I DE CASTILLA.
Los lectores asiduos de nuestra historia, hemos podido constatar durante el ejercicio de esta provechosa ocupación, una constante con respecto a las relaciones humanas que se rigen o se determinan por la codicia, por intereses económicos o políticos: la desgracia. Habiendo sido una premisa durante siglos, para los matrimonios concertados con el fin de establecer las dinastías en la cima del poder, determinó con muy escasas excepciones, la desventura de estas familias que muchos creen, han tocado el cielo con sus manos, por así decirlo. Para mi, y es una apreciación muy personal, la familia real de Castilla y Aragón, ilustra de manera fehaciente esta conclusión.
Los padres de Juana; causante de sus preocupaciones, desde que sin recato alguno se negó abiertamente a seguir el camino devocional impuesto por la reina, pía por antonomasia; habían coincidido en sus intereses políticos y personales al aceptar su matrimonio convenido, pensando cada uno por su lado, en la consolidación de sus reinos respectivos, con base en la fe católica y el poder político en manos de la monarquía y en una España unificada sobre esos cimientos, en concordancia con el viejo proyecto confesional de los Trastámara. La joven, tercera en la linea de sucesión al trono unificado, después del Príncipe de Asturias, el segundo Juan, varón sobreviviente; el primero no alcanzó a nacer; y de su hermana mayor, la primogénita, estaba destinada a una unión concertada, conveniente para fortalecer aquel proyecto político.
Lo que se estilaba en aquellos territorios reconquistados a los moros; desde los tiempos del reino visigodo de Toledo, cuando Recaredo I estableció el cristianismo católico; era la mujer en el rol de madre y esposa, devota y sumisa a la voluntad del patriarca. Me imagino a la infanta en plena adolescencia, desconcertada, viendo a su progenitora, férrea gobernante, brillante estadista, como ella misma ilustrada y amazona consumada, insistirle en morigerar su ímpetu juvenil y prepararse para ese papel, con el candidato elegido para conveniencia de la corona. Creo también que a la sazón sabía, como Isabel impuso su voluntad y escogió por si misma a Fernando, entre los suyos. Supongo que quiso hacer lo mismo y diría hoy que, enamorada del hermoso Felipe, escuchó a su corazón, sin saberlo, para su propia perdición.
Para el día en que la reina madre muere, vencida por los avatares que se habían constituido en el sino trágico de la familia, Juana "la loca"; estigmatizada así por perversos intereses de los cortesanos en encontrar insana su marcada rebeldía, para generar desazón, desvirtuar la estabilidad política lograda por la anuencia incontestable de los Reyes Católicos y volver a pescar en rio revuelto; se había convertido en la heredera de Castilla, ante las muertes ineluctables de su cercano hermano Juan, casado con su cuñada Margarita, de su hermana mayor Isabel durante el parto del príncipe Miguel de la paz, su sobrino y la casi inmediata de este. Estaba en este punto, por esta terrible serie de sucesos absurdos y dolorosos. Como pedirle cordura a una joven mujer abrumada por la pena y los celos indomables ante la infidelidad recurrente del amado que, la encerraba en sus propios aposentos para aplacar su furia.
A la usanza de la época el príncipe era tan mujeriego como el suegro, mucho más libertino y, habituado al poder absoluto en sus extensos dominios, a la vida díscola en las mundanas ciudades de Flandes, arrogante y pretencioso desdeñaba a su familia política. Mantuvo a la archiduquesa alejada de su entorno familiar todo el tiempo que pudo. Su padre Fernando, de su lado en aquel duro momento, impulsó el reconocimiento de la nueva soberana por parte de las cortes y la ratificación de su regencia, en espera de su regreso, generando el disgusto de Felipe. Comenzaría para la nueva reina un periplo desgraciado, marcado por la ya consuetudinaria tragedia. Para los pormenores vamos a necesitar otra cuartilla.
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