Crónicas de la ignominia. XXI.

 

 NICOLAS DE OVANDO Y CÁCERES. II.


 No podía ser más adecuado para el encargo Frey Nicolas, desde mil quinientos uno Comendador Mayor de la Orden de Alcántara, habiendo hecho méritos desde sus inicios en la Encomienda de Casas Viejas en Esparragosa de Lares. Su posición solo inferior a la del maestre; para entonces el mismísimo soberano, desde que le fuera concedida la dignidad por el papa Alejandro VI; sus incontestables blasones y el celo con que se aplicaba a sus deberes, lo hacían evidente. Todo un paradigma diríamos hoy, para los caballeros que pondrían su espada al servicio de la causa de la cristianización, de este lado de la mar océana. Y dejaría su huella, la senda trazada para los conquistadores que, con el mismo celo llevarían a cabo el más grande genocidio que conocería la historia. Al arribar a La Española la primera gran expedición colonizadora, dicen los expertos hoy, la población precolombina en el continente, sumaba más de sesenta millones de almas.

 Jamás alcanzaremos a aprehender es su dimensión real, las consecuencias del holocausto resultante. Todavía inciden en el devenir de nuestros pueblos mestizos, sumidos en violencias recurrentes; por la persistencia de unas élites supremacistas que se apoltronaron en el poder, en aferrarse a los privilegios espurios que sus ancestros consiguieron al servicio de la corona.

 Para la óptica actual esta afirmación resulta todo un eufemismo, pues, aunque se suponía que se trataba de sacar de la oscuridad del paganismo a las naciones nativas, mientras se implantaba la civilización europea, fue la codicia desatada frente a las riquezas inconmensurables de los nuevos territorios, la premisa. Una fuerza endemoniada provocando innumerables atrocidades y desafueros que, por poco desarraigan de cuajo un inmenso patrimonio cultural. Deslumbrados por el resplandor de los metales preciosos, de las gemas y las valiosas especias, abundantes por doquier, ni siquiera lo pudieron vislumbrar, aquellos adelantados que trazaron los derroteros de la conquista. Dirán algunos que exagero pero, para corroborarlo existen en los anales de la historia oficial, testimonios  acerca de sus protagonistas.

 En esta caso específico, diría Fray Bartolomé de las Casas, a quien conocemos como "el defensor de los indios", al hacer una semblanza del personaje en su Historia de las Indias, lo siguiente: "Era varón prudentísimo y digno de gobernar mucha gente, pero no indios, porque con su gobernación inestimables daños, como abajo parecerá, les hizo." Podemos ilustrar su afirmación con las cifras por el mismo estimadas, de la población indígena a la llegada del comendador, de entre uno y dos millones de infieles que, tras su eficiente gestión de pacificación, quedaría reducida a menos de sesenta mil, según un censo de mil quinientos siete. Todos ellos y ellas reducidos a la esclavitud, los más desafortunados en las minas encontradas en la isla, y los menos al servicio de sus amos, en las mansiones opulentas de las plantaciones de caña de azúcar.

 A su arribo a esta primera población solo encontró vestigios y, a sus coterráneos sobrevivientes enzarzados en franca lid con lo aborígenes, levantados en armas en toda la isla tras las barbaridades iniciales, que destruyeron la poca confianza que los descubridores habían conseguido. Durante la primera década de contacto, los capitanes, los adelantados de la corona con capitulaciones claras que llegaban a implantar el orden, en su gran mayoría, sucumbieron a la ambición y a las bajas pasiones, generando un caos permanente.

 Para enfrentarlo el Gobernador y Justicia de las Islas y tierra firme, recibió instrucciones específicas, con el fin encausar el proceso de conquista y colonización y el arraigo de la iglesia católica, de acuerdo a los deseos de sus soberanos. Mientras combatía a sangre y fuego la rebelión, en contra de las recomendaciones de buen trato en igualdad de condiciones, reconstruyó Santo Domingo, estableció otras poblaciones, según el modelo castellano, repartiendo solares y tierras entre sus paisanos de buena sangre, importando los primeros esclavos africanos para trabajar en las plantaciones y, finalmente tras dos guerras consecutivas, el sistema de encomiendas indígenas, repartiendo entre los señores a los sobrevivientes, que no pudieron huir a las selvas en la montañas. 

 Si por aquí llovía, por allá no escampaba. La muerte de la reina trajo conflictos  a la hora de la sucesión que merecen capitulo aparte, hasta que, en mil quinientos siete Fernando retoma el control. Para lo que nos interesa diremos que para Nicolas fue desafortunado este desenlace. El rey confirma al temido arzobispo Rodriguez de Fonseca, al frente de los asuntos de Las Indias quien, de la nada resulta convertido en su enemigo. Habría mucho aún que decir del susodicho pero, podríamos terminar agregando que tras el consuetudinario juicio de residencia, regresará bien librado a su cargo en Alcántara y aportará lo suyo,  durante un par de años en la reestructuración de La Orden. Morirá en medio de un capitulo general de esta, en Sevilla y por su propia disposición, lo entierran en la Iglesia Prioral del Real y Sacro convento de San Benito. 

  

 

 

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