Crónicas de la ignominia. XVI.
LOS REYES CATÓLICOS. I.
Lo prometido es deuda, y créanme que voy a disfrutar pagándola. Trasegar por los corredores plagados de mitos y leyendas del Alcázar de Segovia, será un aventura inolvidable. Aunque no lo sepan muchos, el lugar histórico es mundialmente famoso. No con su nombre pero, la mayoría lo hemos visto en las pantallas, en una célebre película animada, realizada unas décadas atrás por una prestigiosa productora. No creo tener que mencionarlas, además no me lo van a reconocer y tampoco es mi propósito. Lo que aquí nos interesa es que, a mediados del medioevo se convirtió en el palacio real de la dinastía Trastámara, de la cual hacían parte nuestros protagonistas de hoy.
No era mi intención subir a tan altas esferas, en mi empeño de desmitificar a los protagonistas de la "epopeya del descubrimiento" y la posterior conquista y colonización de nuestros territorios pero, ya verán ustedes como el carácter de estos encumbrados personajes, fue determinante en el devenir de los acontecimientos. En especial en el caso de los católicos reyes de Castilla y Aragón y con más veras, el de aquella formidable dama, producto final del antiguo proyecto confesional de uno de sus antepasados.
Cuentan los anales oficiales que un día a finales de octubre, en el año del señor de mil cuatrocientos sesenta y nueve- según el calendario gregoriano- se realizó en secreto la ceremonia nupcial de la entonces infanta Isabel con su primo segundo, Fernando de Aragón. Siendo parientes tan cercanos, debían tener la dispensa papal correspondiente que, como por arte de magia esgrimió ufano su eminencia, el benemérito arzobispo de Toledo, don Alfonso Carrillo de Acuña. Yo supongo que nadie, en aquel "selecto grupo de testigos" cuestionó la veracidad del documento ante la conveniencia del acontecimiento y la preclara figura del jerarca. Pues, aquí entre nos, el muy taimado habíala falsificado ante una nueva negativa papal, y me atrevería a pensar, que tal vez por propia mano.
Pero dejémonos de consejas y vayamos al grano. Aquel desaguisado, parte de una nueva conjura cortesana, encabezada por el eminente prelado; en contra vía de unos recientes acuerdos adelantados en una venta en Toros de Guisando; provocó la ira real del cuarto Enrique de Castilla. No solo pretendían destronarle, se atrevieron además, con la connivencia de su hermanastra, a gestar alianzas familiares en contra de sus intereses. Ya verían los muy osados.
Se había acordado entre todos los involucrados que Isabel seria la primera en la linea de sucesión del trono, y Enrique mantendría el poder hasta su muerte. Cuando recobró la calma el monarca castellano, decidió que revocaría su decisión respecto a la desagradecida infanta y, retornaría a su hija Juana al principado de Asturias y a heredera de la corona, dándoles a los nobles conspiradores un poco de su propia medicina. Así las cosas aquella, en un alarde de ecuanimidad decidió retirarse y erigirse en "sostén del orden establecido". Otro indicio de su cada día más evidente habilidad política.
El soberano impotente, agobiado y cansado de un gobierno sumido desde sus comienzos en intrigas cortesanas, buscando mantener la supremacía de los señores feudales en sus territorios y sobre la autoridad real, fallece tras dos turbulentas décadas de reinado. La noticia de su muerte el 11 de diciembre de mil cuatrocientos setenta y cuatro, llega a oídos de Isabel en el Alcázar, al día siguiente. Ni corta ni perezosa, la infanta destituida, como ya vimos, casada y aliada con el heredero de Aragón se autoproclama su sucesora, en contra de los designios del rey. Cuando la Beltraneja se da por enterada, decide atravesarse en su camino y pelar por lo suyo. No pasará mucho tiempo para que las dos mujeres apoyadas por sus partidarios, se enzarcen en franca lid y lleven al reino a una cruenta y larga guerra civil.
A esta pareja en conveniente unión nupcial, concertada por explícitos intereses políticos, de las coronas y el clero y, los particulares de cada uno de los cónyuges, le tomo tiempo avenirse, por la naturaleza díscola y arrogante del consorte. Habituado a la tradición patriarcal aragonesa, en especial en el ámbito del poder y pretendiendo tomar las prerrogativas de la voluntariosa Isabel, resintió la iniciativa de la mujer al no tenerlo en cuenta, pues se hallaba ausente. Hubo menester de algunas concordias, en las que se acordaron concesiones de ambas partes que, en una última en Segovia, planteaba una división equitativa del poder. El rey rubricaría la decisiones tomadas, mientras Castilla mantenía la preponderancia. Diré de mi parte que, creo que en ese momento la reina tomó las riendas, con su habitual sagacidad y, en adelante dominó la situación aprovechando las continuas infidelidades del caballero andante. Ya veremos a que me refiero.
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