Crónicas de la ignominia. XI.

 

 ALONSO DE OJEDA. III.


 Astuto y audaz lo consideraron sus contemporáneos, por lo imprudente y taimado diría hoy en día, cuando develamos sus tretas, sus desafueros y los exabruptos que costaron muchas vidas entre los indígenas y bastantes de los suyos propios. Como todos los que entonces descollaban en aquella empresa del descubrimiento y de la conquista del nuevo mundo, contaba con el apoyo y la ambición del correspondiente mecenas, al interior de aquellas cortes de las intrigas, las conjuras, las conspiraciones. En este caso era Don Juan Rodriguez de Fonseca, quien, de una manera que ni la más vivida imaginación podría hoy describir, logra un lugar de privilegio al lado de la católica Isabel, a quien su familia apoyara incondicional en la pugna por el trono. Una vez allí su ascenso es vertiginoso y, termina en mil cuatrocientos noventa y tres al frente de los asuntos de Indias, organizando el segundo viaje colombino.

 Empieza a la sazón también, una fuerte rivalidad con el descubridor, que pretende un monopolio inconcebible, desde el punto de vista de las aspiraciones, del entonces deán de la catedral de Sevilla. Él se dice a si mismo y quiere que así lo crean los demás, que  pretende la preponderancia de sus soberanos, aunque ahora podríamos incluir sus intereses, con los de la ya poderosa iglesia católica, que con el pasar de los días y la connivencia con los privilegiados de entonces, los nobles y los monarcas absolutos que surgen por toda Europa, se consolida como el poder detrás de aquellos tronos. Detrás de los reyes en la península, o donde sus vecinos afines al vaticano, o en contra, como en el caso francés, en fin, al lado del poder político de turno, vamos a encontrar; en su círculo más intimo, por lo general hablándoles al oído como sus confesores; alguno de sus jerarcas. 

 Isabel I de Castilla, para el tiempo en que transcurren los acontecimientos que hoy nos interesan, acaba de reemplazar al benemérito prelado tocayo mío, don Hernando de Talavera, por Rodriguez de Fonseca, porque le que parece, más dispuesto a apoyar la iniciativa de la Santa Inquisición, y los tejemanejes para desbaratar el monopolio que el envanecido almirante se propone. Y aquí, en este preciso momento es donde entra a escena, otro consentido de la corona, Alonso de Ojeda, el conquense, cuando solicita; a instancias de su mentor en la corte, conocedor de los deseos de ambas partes; la capitulación para la primera expedición bajo su comando. Vemos como, con el de La Cosa y un nuevo protagonista que marcará un hito en estas crónicas; un florentino, agente de los poderosos de su influyente ciudad, Amérigo Vespucio, se embarcan en el primero de los viajes andaluces. 

  Transcurre toda una década entre tropelías, desmanes y desafueros, abusos de sus jurisdicciones y otros entuertos más, caracterizando el accionar de los primeros adelantados que reciben las capitulaciones iniciales, antes de que, para evitarlos se estableciera la Casa de Contratación. La única institución establecida en concordancia con las aspiraciones del descubridor y sus allegados más cercanos, el Virreinato de las Indias; establecido por las Capitulaciones de Santa Fe, desde abril de mil cuatrocientos noventa y dos, que le otorgó entre otras mercedes reales además del titulo de Almirante de la Mar Oceana, el cargo  de Virrey y Gobernador "sobre la tierra firme y las islas que descubriese o ganase en dicho mar"; no pasaba de ser un inane despropósito, generando caos, mas que estabilidad institucional. Tanto por la envidia generalizada, como por la codicia que cegaba ya a todos los involucrados, incluido el flamante pero anodino virrey. Nadie veía entonces mas allá de su ambición de riqueza y poder. Todos quieren regresar pronto y ricos a la madre patria.

 Alonso no fue la excepción. Entre los primeros adelantados, con Juan de la Cosa;  tras haber ido y venido del viejo al nuevo mundo, incluso con grilletes en ocasiones, dejando huellas ingratas y profundas entre nativos y compatriotas; en una última expedición, decide que el camino expedito para para alcanzar el vil propósito, es el negocio de los esclavos y desoyendo a su colega, en lugar de dirigirse a tomar posesión de su cargo y jurisdicción, se dirige presto a  la bahía de Calamar, territorio ancestral de los Calamary, belicosos caribes que disparan flechas envenenadas. Persiste en el empeño a pesar de la resistencia manifiesta de estos y se adentran a la fuerza arrasando tierras y poblados hasta que en Turbaco, son emboscados y a duras penas, junto a un paisano salva su vida y logra volver a la playa, dejando en el camino los cadáveres de los demás y de cientos de aborígenes. 

 Diego de Nicuesa, su rival en la determinación de las fronteras de las gobernaciones; que dirimiera con tino el recién fallecido de la Cosa; lo encuentra famélico, derrotado y moribundo en aquellos parajes, cuando llega en su búsqueda- se dice que el vencido se había tomado, con tripulación a bordo, uno de sus bergantines- y tras enterarse de la debacle, deciden juntos y reconciliados en su sed de venganza, con la poderosa hueste del gobernador de Veragua, asolar el territorio, cobrándose la afrenta a su honor y a la gloria de la corona.

 Solo queda decir que después de aquella orgia de sangre, cada uno se embarca hacia donde les corresponde, tras enviar el botín y los esclavos capturados a La Española, y  una vez en el Urabá, el de Cuenca para asentar la jurisdicción,  de la Nueva Andalucía, funda un fuerte que nombra de San Sebastián, en el onomástico del santo. Poco duraría aquel baluarte improvisado y pocos serían los peninsulares sobrevivientes a un constante asedio de los naturales ya conscientes del poderío de sus armas y sus bestias y, la perfidia de aquellos barbudos de ultramar que las profecías anunciaran. El de marras, había puesto pies en polvorosa al resultar herido de una de las saetas ponzoñosas, y habiéndose cobijado, como terciario, a la sombra del convento de los franciscanos en Santo domingo, quizás contrito y arrepentido; un lustro de recogimiento le mueve a pedir que lo entierren a su muerte, bajo una losa en la entrada de la capilla del claustro, donde "todos al entrar pisasen sus restos".

 Habrá siempre mucho que decir, de  las andanzas de estos personajes mitificados por la historia oficial pero, para el propósito de derrumbar esos mitos, considero que ha sido suficiente ilustración con respecto al susodicho. Por otro lado siempre aparecerán mezclados con los otros que vendrán a continuación, en las próximas entregas de estas crónicas de la ignominia. Con mis mejores deseos para el ciclo que se avecina, aquí los espero para que me acompañen en este empeño.  

 

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