Crónicas de la ignominia. IX.
ALONSO DE OJEDA. I.
Partiremos hoy enunciando una premisa que, desde que inicie este empeño, he tenido y tendré siempre presente. Debo contar con la posibilidad de que la información recabada, sea cual sea la fuente, podría estar contaminada, influenciada por la subjetividad de los cronistas de aquellas épocas ya lejanas. Para esbozar el perfil de cualquiera de nuestros protagonistas, será necesario especular en ocasiones y en ocasiones recurrir a la ficción. No obstante, me comprometo a buscar y rebuscar en los anales a cabalidad, para definir los que nos tocan, con la mayor objetividad posible.
Don Alonso de Ojeda; el que nos interesa, porque hubo otro que anduvo con Cortés, por Mexico y Centroamérica; vino al mundo en el seno de una familia de hidalgos venida a menos, como la mayoría en ese entonces. Allí creció entre muchas dificultades pero, se esforzó preparándose para entrar al servicio de algún noble, de los que serian luego grandes del reino, buscando acabar con las penurias de la casa paterna y las suyas propias.
Fue su natalicio, entrada la segunda mitad del siglo XV, en el pintoresco Torrejoncillo del Huete, uno de los tantos baluartes de los repobladores cristianos durante la reconquista de Granada, convertido después en el del Rey por los servicios a su favor, en la comarca de Cuenca, la que fuera Cora de Santaver del Califato de Córdova. Bravucón y pendenciero, del lado de los desfavorecidos, se enroló joven con las huestes de la gesta, convirtiéndose en un experto y hábil soldado antes de ser un hombre. Habiendo destacado en el servicio a su señor, un pariente, adscrito al tribunal de la Inquisición, le presenta al entonces obispo de Badajoz, don Juan Rodriguez de Fonseca quien ve en el rapazuelo, un buen cristiano de firmes convicciones, con la ambición necesaria para serle útil en el futuro.
El que fuera paje del Conde y luego Duque de Medinaceli, Don Luis de La Cerda y de La Vega, participa, gracias a la mediación de su mecenas, en el segundo viaje de Colón, junto al de La Cosa y un agente mercantil florentino, también metido a cartógrafo de apellido Vespucio. Desde La Isabela, primer asentamiento español en la Antillas, al norte de Cibao, el lugar donde abundan las rocas, el almirante le envía tierra adentro en busca de marineros extraviados. Encuentran a los perdidos y, algunas minas de oro que despiertan su codicia y, la de don Cristóbal al recibir las noticias. Un par de meses después, a pesar de las fiebres que sufre el descubridor, parten hacia el lugar, con una buena tropa. Una vez allí, Alonso, taimado tima, al primer cacique que ven sus ojos, el señor de aquellos lares Caonabo, haciéndole creer que unas esposas son pulseras.
Aquel ardid, digno del Cid, le gana fama y fortuna, y tras pasar por la espada a los rebeldes, un gran botín que, junto a las buenas nuevas le congracia hasta con sus soberanos. Tres años después; durante los cuales recabó información con artimañas semejantes, acerca de las rutas indígenas; regresó a la península y para satisfacción de su promotor; a la sazón a cargo de la política castellana en las Indias; cumpliéndole un intimo anhelo, solicita y recibe capitulación para explorar y conquistar la tierra firme, más allá de la concesión de los Welser, rompiendo el monopolio de la familia Colón.
Una vez más con los cartógrafos a bordo, levan anclas el dieciocho de mayo de mil cuatrocientos noventa y ocho o noventa y nueve- hay discrepancias- a explorar y conquistar la tierra firme. Américo Vespucio, agente de potentados florentinos, ya inmiscuidos en la financiación y el aprovisionamiento de las naves del mismísimo almirante, personaje que, resulta en gran medida interesante, tendrá capitulo aparte. Por ahora dejemos a nuestro protagonista de turno, partiendo con la mencionada compañía, del Puerto de Santa María, rumbo a las costas del caribe.
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