Crónicas de la ignominia. VII.

 

 JUAN DE LA COSA. I.

 

 Me parece prudente y pertinente para definir la ruta a seguir en este empeño de develar, al menos en la medida de lo posible, la realidad oculta detrás de los mitos fundacionales de la inefable y nunca bien ponderada República de Colombia; esbozar el perfil de un personaje peculiar, empezando por su nombre, que supo figurar en el transcurso de aquella época aciaga de la conquista americana y fue determinante para su devenir. 

 Se podría pensar que hay una intención perversa, en esto de dilucidar los intríngulis, tejemanejes, intrigas y atrocidades que, caracterizaron el devenir político y social de las personas y las entidades, determinantes en ese acontecimiento definitivo que fue el "descubrimiento de América"; envuelto aún en la penumbra de una historia en definitiva amañada, estructurada para sostener- como lo ilustra a la perfección nuestro caso especifico- establecimientos corrompidos por la codicia. Podrían algunos pensar que hay amargura o resentimiento en mi, al adelantar la investigación que implica, por la desazón que producen sus resultados. Para su tranquilidad y la de mi consciencia, porque sí he tenido reatos, puedo decir que nací en medio de esa sociedad, de la que hoy reniego, que se autodenomina gente de bien, aún cohonestando la ignominia recurrente,  mantenida y naturalizada para sostenerse, por las oligarquías ruines y mezquinas que se apoltronaron en su cúspide. 

 Como en muchos de estos casos, no hay consenso en los anales de la profusa pero difusa historia oficial, del lugar o de la fecha de su natalicio. En Santoña, localidad marinera de Cantabria  le erigieron un monumento mirando al océano, tumultuoso en esa esquina, donde con dificultad lograban recalar las embarcaciones que venían del sur de la península con los géneros y las especies, sorteando innumerables dificultades y la inminente posibilidad de terminar estrelladas contra los abruptos acantilados. El Puerto le decían en el medioevo, pienso yo, por lo que significaba por fin arribar a su estuario, donde encontraban sosiego. La cosa es que allí se arrogan el nacimiento de Juan, entre el año cincuenta y sesenta del siglo XV, finalmente marinero, comerciante y hasta cartógrafo, que pulió sus talentos al lado del Almirante Colon, en sus primeros viajes a lo que creyeron eran Las Indias. 

 Lo hizo célebre un mapamundi que dibujó, tras su papel como piloto mayor en la expedición de Alonso de Ojeda a las costas del continente, después de salir airoso de las acusaciones de su  antiguo mentor, por haber permitido el percance en el que encalló al final de aquel primer periplo, y además abandonar sin prestar socorro, la Santa María, nao de su propiedad que este involucró a ultima hora, por la dificultad  para conseguir otras. Con ella, entonces llamada La Gallega, navegó antes el vizcaíno haciendo cabotaje y al parecer negocios con los reconocidos hermanos Pinzón, navegantes avezados, socios en aquella aventura en la que pocos creían. Podemos inferir que se salva de caer en desgracia, en esta ocasión, por una estrecha relación que mantenía con la corona de Castilla, corroborada junto a una supuesta hidalguía, por un dato incontestable. Entre las primeras referencias que se tienen de su existencia, una lo ubica en Lisboa un lustro antes, recabando información para la casa real, cuando regresa el mareante lusitano Bartolomé Diaz, tras alcanzar el océano Indicó doblando el Cabo de Buena Esperanza. 

 Pienso en estos momentos que aquella hazaña del portugués, que abrió una ruta marítima hacia las Indias, empujó a los soberanos españoles a apoyar la inaudita propuesta del genovés, de darle la vuelta a medio mundo para alcanzar las islas de las especias. En aquellas oscuras épocas las mayorías eran terraplanistas, por obvias razones y todavía se consideraban los mares que rodeaban la península, el fin del mundo. El caso es que de La cosa regresó sano y salvo con la verificación y los detalles de la buena nueva, para sus vecinos en la península.

 Comienza así una nueva era para el viejo continente, donde cuatro años después creen haberlo logrado, corroborándose definitivamente la redondez terrenal pero, todavía sin percatarse del descubrimiento de tierras ignotas, ni siquiera imaginadas. Suponían ilusos haber alcanzado las costas del extremo oriente, y determinado la ruta comercial que tanto deseaban. Empiezan también las disputas entre los soberanos por repartirse la porción del planeta conocida y los territorios por conocer, con tal intensidad que, solo la intervención del vaticano logra, después de interminables conversaciones atenuar, con el Tratado de Tordesillas.

 Don Juan de la Cosa fue incluso indemnizado y se le concedieron mercedes reales que, aunque despertaron envidias e intrigas en la corte, no le impidieron participar como "maestro en cartas de marear", en el primero de los que se llamarían los viajes andaluces, y embarcar de nuevo, en su expedición, con el notario sevillano Rodrigo de Bastidas, quien había logrado licencia regia para explorar y, habiéndole consultado sobre la ruta a tomar, decidió llevarle como piloto mayor. En una próxima entrega, continuaremos con las peripecias de Juan y de los primeros protagonistas, de la etapa inicial de aquel suceso trascendental que salvó el viejo mundo, condenando a la infamia de la conquista innumerables pueblos aborígenes americanos.

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