Crónicas de la ignominia. VI.
MICER AMBROSIO. VI.
Ambrosio sucumbió también a estas pasiones malsanas que, caracterizaron la atávica barbarie, que aún no podemos superar y, como hicieran los peninsulares en Mexico con Moctezuma y años después con Atahualpa en el Perú, tras recibir a satisfacción todas las riquezas prometidas para evitar su muerte y la devastación de sus pueblos, ejecuta al cacique Upar sin reato alguno, saquea como era su costumbre y entrega a la furia de las llamas los asentamientos.
Tenia ya referencias del pródigo País de los Pocabuyes y, cuando aún ardían los rescoldos en el devastado territorio Chimila, tras enviar nuevamente hacia Coro un abundante botín con la mitad de sus hombres sobrevivientes, siguió con la otra mitad sobre el cauce del rio que hoy denominamos Cesar, el rumbo hacia sus míticas ciudades. Aquel tesoro jamás llegaría, termino perdido en la jungla para siempre y cuentan que solo uno de sus portadores consiguió arribar a su destino, en sus huesos desnudos, cargado apenas con la crónica tremebunda de las vicisitudes sufridas durante meses, extraviados en los vericuetos de las serranías, donde fueron cayendo uno a uno, los últimos comidos moribundos por los pocos que se sostenían en pie, dando tumbos del timbo al tambo sin atinar el rumbo. Muchos otros invasores correrían la misma suerte en el vano empeño de conseguirlo.
En el interín Alfinger desesperaba, aguardando los refuerzos que le devolverían el poderío perdido en la azarosa campaña que tuvo que enfrentar en el largo recorrido, para llegar a Thamala detrás del ilusorio Dorado, acosado por los guerreros de todas las tribus, prevenidas por los contados supervivientes a su talante taimado y cruel. Hasta que, tratando se someter a los naturales del lugar, recibió en el cuello la flecha certera que le tocaba y atravesó su garganta, condenándolo a muerte pero, no sin antes sufrir por varios días una dolorosa agonía, sin poder siquiera confesar sus pecados, impedido como estaba para articular palabra. Murió al fin consciente de que la penitencia no había sido suficiente- lo decía su mirada angustiosa y turbia - para alcanzar el perdón divino y la anhelada gloria y, terminó siendo uno más de muchos que, buscando fama y fortuna llegaron a tierra firme, dispuestos a cualquier cosa y fallecieron en el intento.
Larga es la lista de desgraciados del viejo mundo que perecieron en estos lares, sin disfrutar siquiera un maravedí, de las inmensas riquezas que saquearon a los desventurados del mundo nuevo, en realidad tan antiguo como el suyo, sin alcanzar apenas a comprenderlo. Unos pocos caían en las batallas; armados como estaban para la guerra, la mayoría surgían victoriosos del fragor del combate, para perecer ahogados en torrentosas corrientes de las que no se podían defender, agobiados por las armaduras, o exhaustos y desorientados en las sendas tortuosas de las selvas, por la picadura de alguna ponzoñosa criatura invisible, o en el fondo ominoso de interminables precipicios y, los más, victimas de la ambición de sus semejantes. Esa perniciosa codicia recalcitrante que se naturalizó y devino en sevicia y alevosía recurrentes, causando estragos por donde pasaron aquellas hordas entrando a saco en cuanta comunidad encontraban en frente, y en adelante causará innumerables muertes entre ellos mismos; hasta el punto de que hoy se tiene por cierto, el deceso de más europeos a manos de sus coterráneos, que en las campañas emprendidas para cristianizar a los infieles.
Como ya se dijo, Micer Ambrosio fue uno más de estos miseros saqueadores de tesoros, que también perdieron su alma en la aventura, sin haber apreciado en su dimensión real la magnitud del descubrimiento. Es este el pérfido legado que sus descendientes, han querido ocultar bajo la falaz historia oficial que se ha institucionalizado, no por vergüenza o arrepentimiento sino, para apuntalar unas sociedades, estructuradas en establecimientos corruptos desde sus cimientos, para mantener los privilegios espurios recibidos en pago por sus "servicios a la corona". Todos los valores, las virtudes de la civilización que se pretendió imponer sobre las cenizas de las culturas de las naciones nativas, fueron opacadas por la rapiña constante y las malas costumbres consecuentes durante la conquista, mantenidas en la colonia, convirtiéndose en una era más oscura que la misma edad media. Todo aquel humanismo resplandeciente del renacimiento europeo, que auguraba un resurgir de las sociedades más equitativo y justo, apenas se vislumbra en los territorios de ultramar, convertidos en sombrías colonias de los imperios, sujetas a la inoperancia de burdas y perniciosas burocracias por siglos, empeñadas en sostener aquellos engendros políticos que caerían al fin por su propio peso.
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