Crónicas de la ignominia. V.
MICER AMBROSIO.V.
En un nuevo periplo atravesó la frontera natural de la serranía, por lo que hoy conocemos como los Montes de Oca, hacia el denominado País de los Chimilas y presto, como ya le era habitual, procedió a entrar saco en cuanto asentamiento encontró en su camino, tras divisar en lontananza en medio de la llanura, al lado de un rio majestuoso llamado Guatapurí por los aborígenes, una gran población hacia la que enfiló. Estaba en el valle del "Señor del agua pura y limpia", el cacique Upar, que envió emisarios a su encuentro tratando de evitar una masacre.
Trataré desde mis limitados conocimientos de dar una visión general del panorama mundial de entonces, como contexto histórico y social, por lo menos de aquel que tocaba de manera directa a los llamados territorios de ultramar, parte del recién consolidado patrimonio del emperador, Carlos I de España y V de Alemania. Comprendía este la mitad del planeta conocido y podría decirse, que también la de aquel que tenían para conocer, los europeos de la época. La lista de los feudos en el viejo mundo era larga y, la extensión de sus lares al otro lado de la mar océana, inconmensurable aún. Ni siquiera el omnímodo, todopoderoso y tristemente célebre cardenal Cisneros; aquel que, desde cuando Isabel de Castilla le hiciera su confesor, hizo todo lo que estuvo a sus alcances para consolidar el vetusto proyecto confesional de los Trastámara; acumulaba tanto poder y tierras, como el joven príncipe. Sintiéndose amo y señor del universo, su codicia se exacerbó, desató entonces con el ímpetu inusitado que en adelante ostentaría, una campaña implacable para consolidar su reinado y adelantar la conquista del Nuevo mundo.
Quizás no viene al caso pero, me parece pertinente para ilustrar la figura del susodicho jerarca eclesiástico, mencionar hasta donde iba en su celo por consolidar la cristiandad. Llegado al reino de Granada en mil cuatrocientos noventa y nueve con esta misión, supongo yo, para demostrar su poder, incinero sin escrúpulo alguno hasta el último, los anales del legado Nazarí, con la única excepción, muy conveniente para sus intereses, de los tratados médicos. Tras dos décadas de persecución a la comunidad Sefardí, este fue el culmen de una trayectoria que se afianzó en mil cuatrocientos noventa y dos, cuando la muy católica majestad, lo sacara de su encierro en una célebre cartuja, muy apreciada por la dinastía, donde se enclaustrara por siete años para purgar quien sabe que pecados inconfesables. Habría mucho que decir de este poderoso personaje, de sus desafueros y atrocidades en su cruzada por la fe, como consejero del reino, regente de Castilla, Primado de España o como Inquisidor general pero, para lo que nos concierne ahora es suficiente ilustración. Puedo rematar diciendo que, solo la ambición y el desmesurado poder del joven emperador, pudieron poner coto a la suya, pero él, no pudo o no quiso hacer nada para frenar al desbocado monarca.
Asimismo, la entrada en escena de nuestro protagonista sería antesala del fin de una era y, el comienzo de otra que sellaría el destino de la humanidad en el nuevo y el viejo mundo. En adelante solo sería respetado el poder del dinero, el capital determinaría el ascenso y la caída de príncipes y emperadores, de dinastías y naciones. La riqueza incalculable de los territorios por colonizar, marcaría el sino trágico de las civilizaciones asentadas en sus tierras vírgenes, en armonía con la madre tierra, su Pachamama, cortadas de raíz por la codicia desatada con sevicia y alevosía por los conquistadores.
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