El caballero de la triste figura.
EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA
Fue una silueta cotidiana, en el ámbito reducido que constituía mi entorno. Mi existencia transcurría lenta y sosegada, entre la casa que habitaba con mis padres y hermanos, y el jardín infantil que, con mano firme, regentaban las hermanitas de La Presentación-aún conservo en la memoria la imagen dulce, casi angelical, de una de ellas, aunque no puedo recordar su nombre-. No era un panorama muy amplio del mundo, pero sí un escenario rico, lleno de sorpresas; de la naturaleza del personaje que intento retratar, con el relato de las circunstancias que lo incluyeron en mis recuerdos de infancia.
De su pasado no podía tener ninguna referencia-más adelante nunca la tuve-; ahora solo puedo imaginarlo disipado en una bohemia empedernida; en aquel entonces era evidente en sus facciones, tan marcadas, como esculpidas, que hacían imposible definir su edad. Parecía un hombre de unos cuarenta años, pero bien podía tener más de medio siglo; o solo treinta malgastados, mal vividos. Tendría que entrar a especular, para tratar de desbrozar la angustia que su rostro reflejaba algunas veces; entonces, su mirada cuando se podía encontrar, desnudaba un tormento, un profundo dolor, en el fondo de su ser, carcomido tal vez por una pasión inconfesable; que ahogaba cada día en alcohol. Sin embargo, era su talento el rasgo más sobresaliente de su personalidad; dibujaba con una solvencia profesional pasmosa, fruto de una gran habilidad y de la práctica permanente, de un arte que había convertido en su oficio. Podía capturar de manera sorprendente, el talante del modelo que atrapaba en cada retrato; con una única y primera mirada que penetraba hasta el fondo del alma, desnudándola.
En aquella época abundamos los modelos; nosotros, los alumnos de las monjas, que corríamos a su encuentro, apenas la libertad del recreo lo permitía, y muchos más, entre los estudiantes del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, que lo abordaban a la salida de cada jornada. Siempre estaba allí para nosotros, cada mañana, sentado al pie de la puerta que comunica nuestro pequeño patio, con el patio inconmensurable del Colegio Mayor. Vivía ahí al lado, tras una portezuela colindante con aquella; en un cuchitril que apenas vislumbramos en contadas ocasiones, donde las monjas guardaron durante años, cuanto cachivache desechaban por inservible o inútil. Ahí en un informe jergón, a cubierto de miradas indiscretas, dormía cada noche su curda cotidiana.
Surgía impecable todas las mañanas; sombrero de fieltro negro, por lo general en buen estado, traje gris o en ocasiones también negro, una buena corbata, sobre la camisa blanca almidonada y pulcra; gracias a la benevolencia de las buenas hermanas. En referencia indiscutible a esa prestancia de viejo caballero, se le conocía con por su apellido, Quijano; hasta los zapatos viejos, brillaban como en sus mejores tiempos. En un principio, los recién llegados lo mirábamos a la distancia, con una especie de estupor atónito; las facciones duras, la angustia reflejada en su rostro, una ausencia obstinada de la sonrisa y su mirada glacial-enmarcada entre una melena hirsuta y su barba muy negra, aun recién afeitado-, irrumpían perturbadoras en nuestro mundo, donde todo era pulcritud y buenas maneras. Aquella comunidad provinciana de adustas familias paisas, se regía por un código rígido y simple; cada quien ocupaba su lugar, observando un comportamiento adecuado a su posición. Las gentes de buena familia, especialmente, acostumbraban moda y modales muy elegantes; importados en sus viajes frecuentes al viejo mundo, a la madre patria, que rápidamente se ponían en boga; en primera instancia entre los demás supuestos aristócratas, para contagiarse después a todo lo largo de la escalera social. Un arribismo encarnizado, los bajaba hasta el último rincón de la vivienda más humilde. En ninguna de las rancias estirpes faltó nunca, cuando menos un pariente pobre, obvio depositario de los trapos apenas usados, que iban colmando los escaparates. Dos o tres veces al año se desencadenaba, de arriba hacia abajo, aquel tráfico casi solapado, de una variedad insospechada. Así entonces, la caridad cristiana, merced a los buenos oficios de las pías monjitas, proveía a nuestro caballero, con el bagaje que le permitió largo tiempo, mantener su dignidad y su prestancia. Siempre tuvo la suerte de que cayera en sus manos un buen paraguas, colgaba de su brazo cada día al iniciar su ronda. Con un aire chaplinesco, muy temprano emprendía lento un recorrido, visitando cada café que encontraba en el camino. Mientras ejercía su oficio, distribuía entre los parroquianos un magazín que redactaba, editaba e imprimía el mismo, degustando sendos tintos y otros tantos aguardientes dobles. Entonces, regresaba puntual a la hora del recreo; su rostro iluminado reflejando una serenidad tranquilizante; y plácidamente se acomodaba otra vez en las escaleras del patio, a despachar paciente, el enjambre inquieto de clientes bulliciosos. Casi todos terminamos acercándonos en algún momento, vencidos los primeros temores y posamos algunas veces. Fueron dos años muy gratos, la estadía entre mis primeros compañeros y las firmes hermanitas de la Presentación.
Han transcurrido muchos años; a Quijano lo volví a ver de manera esporádica, varias veces en la distancia. En mis recuerdos conservo, su semblante y la triste figura con nostalgia. Libró una lucha permanente por mantener un lugar, así fuera marginal, en aquella comunidad hermética y excluyente, con todo aquello que significara una transgresión a las normas; cualquier manifestación más allá de los cánones católicos apostólicos y romanos, estaba entonces allí, tácitamente proscrita. Idealistas, artistas y soñadores, generaban desconcierto y repudio en las buenas conciencias. Desde esta óptica, adquirían entonces, personajes como el que ahora nos atañe, un aire como de otro mundo; un mundo subterráneo, soterrado, contrapuesto a la bucólica armonía, en la que transcurría nuestra existencia. Nuestro melancólico caballero se constituyó así en un reto, la antítesis de nuestros modelos. Frente a nuestros padres, pulcros, impecables, reflejaba un submundo, vislumbrado apenas, en las referencias vagas de los mayores, en las conversaciones que suspendían en nuestra presencia; otra realidad que apenas sospechábamos. Temida al principio, terminó por abrirse misteriosa, cuando detrás de la verdad, empezamos a husmear por entre sus meandros. La vida misma se encarga de acercarnos a esos lares, al otro lado de la línea; tras bambalinas de la tragicomedia humana, la realidad, en contraste se encuentra manifiesta; se respira en cada recodo, patética nos golpea la cara y nos sacude el espíritu adormecido, que se rebela contra la farsa y lucha, sin más armas que la angustia impotente de su desconcierto.
Frente a la verdad escueta, muchos huyen, regresan sumisos, vencidos, a la esclavitud cotidiana; algunos muy pocos; como el susodicho, como yo mismo tal vez; no podemos resignarnos jamás a solo trasegar la senda oscura, que conduce a la humanidad hacia su destrucción. Entonces, bajamos al submundo, una y otra vez, buscando sosiego para el alma entre los miserables; compartimos el dolor y el llanto, pero también incontables alegrías y consuelo en el regazo de la solidaridad.
Quijano murió para el mundo hace ya muchos años, sin embargo yo aun lo siento vivo en mi.
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